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jueves, 16 de febrero de 2012

Déjame en paz. Por favor.

Deberías verme. O quizá me ves. Esto es en lo que me he convertido. Es patético, ¿verdad?.

Esta vez debería abrir los ojos de una vez, pero no sé si lo haré, me gustaría poder afirmarlo, pero no puedo. Siempre pienso que sí, que lo lograré, que de esta aprendo, que de esta no pasa, que soy gilipollas, que hago el ridículo, que soy una ilusa y una arrastrada. Me digo a mí misma cosas horribles que no me hacen sentir precisamente mejor, pero nunca es suficiente, quiero más y más y más, y allí voy, vuelvo, contra el mismo muro de cemento, contra mi pared negra que dejó hace mucho tiempo de ser maravillosa y verde para ser el puto muro de una prisión de la que no me escapo ni aunque me dejen la puerta abierta de par en par. Me rezago dentro aún sabiendo que lo que aquí tengo es una vida de mierda, pero es la que tengo y salir de ella me da miedo porque llevo aquí demasiado tiempo, como Morgan Freeman en Cadena Perpetua, como Finn gritando a la nada en la ventana de Estella en Grandes Esperanzas, pensando que lo ha logrado, que controla su vida y que ya ha conseguido todo lo que ella quería. Pero no, no lo había logrado, ella ni siquiera le esperaba, se estaba casando con otro. No, yo tampoco logré nada, porque con él nunca es suficiente, nunca nada es suficiente y cuando lo es, por algún extraño motivo, no me es comunicado.

En ocasiones se abren puertas, puertas que podrían ser agujeros de gusano, que te trasladan en el tiempo de repente, te mareas. Se abren unos instantes, luego se cierran. Lo mío nunca fue tomar decisiones rápidas. He dejado cerrarse muchos agujeros de gusano que habrían condicionado el futuro, pero no es nada nuevo, no es de ahora. Me da miedo introducirme, desorientarme una vez dentro y empeorar el presente aún más.

Siempre queda lo mismo: yo recalentando un café, el puto café frío. Quizás es sólo el maldito ciclo que se repite; debí imaginarlo con el 23F ahí, a la vuelta de la esquina.

Siempre queda lo mismo: yo diciéndome a mí misma que “no pasa nada, ahora lloras un poco y ya está, no pasa nada”. Y así empiezan a caer las lágrimas, como quien no quiere la cosa, sin apenas variarme el gesto, como si fuera algo que está ahí y sale y ya, algo que tenía que pasar. “No pasa nada, si ya lo sabías”. ¿De verdad lo sabía? Siempre me digo las mismas mierdas. Claro que lo sabía, pero no quiero verlo, porque no puedo afrontarlo, no sé hacerlo. O quizás no lo sabía de verdad, porque si así fuera, no me arriesgaría (si es que a esta mierda se le puede llamar arriesgarse).

Siempre queda lo mismo: yo sin ganas de hacer nada, pero haciendo mil cosas para demostrar (¿a quién? ¿a él?) que soy fuerte, que no me importa tanto, cuando sabe de sobra lo débil que soy y seguramente lo que me importa.

Siempre queda lo mismo: un “¿Por qué no me dejas en paz?” detrás de otro salen repetidamente de mi boca mientras lloro y me repito como el ajo, eso sí, siempre en soledad, nunca a la cara de a quién lo dirijo. “Déjame ya en paz… si no me quieres, ¿por qué no me dejas en paz?”

Y pongo todos los mecanismos de contención en acción, casi con seguridad sin ningún éxito, con la intención de demostrar no se sabe qué a no sé muy bien quién. O quizás con el objetivo de no demostrarlo.

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