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miércoles, 7 de diciembre de 2011

Tócala otra vez



Cuando terminó con los arreglos de la canción fue incluso peor que mientras la componía. La repetía una y otra y otra vez como si fuera un disco puesto en modo bucle. Al menos al piano no llegaba a hacerse las heridas en los dedos que se hacía con las cuerdas de la guitarra y aunque -apostaría casi cualquier cosa- sentía molestias en el túnel carpiano y las falanges por el sobreuso, seguía acariciando o golpeando las teclas según procediera como si fuera la primera vez que atacara esa melodía.

Ryan hacía tiempo que no preguntaba el por qué de su tristeza y yo tampoco. Bastaba con escucharla cantar. Volvía a empezar. Siempre la misma canción, como si nunca antes la hubiera interpretado, con la voz quebrándose siempre en los mismos fragmentos, con las lágrimas brotando siempre en el mismo momento. Deberíamos haber acostumbrado a nuestros oídos a aquello, igual que ella debería haber acostumbrado a su mente a aquella letra. Pero nadie acostumbró nada. Nadie podría acostumbrarse a esa tristeza que era todo lo que se respiraba, que se te metía por nariz y la boca y te llenaba hasta que sentías que tus bronquios iban a estallar de tanta desolación.

La melodía sonaba y llenaba la casa. A veces ella descansaba para hacer café o preparaba algo de comida precocinada para nosotros. En ocasiones se vestía con ropa bonita, se cepillaba el pelo, se maquillaba y seguía tocando. Mantenía la compostura siempre en el mismo tramo para después sucumbir en el clímax de la canción. Luego se miraba al espejo, se observaba detenidamente, se regodeaba en el rímel corrido bajo sus ojos, como si fuera algo necesario, algo que realmente no podía ser de otra forma, era así y ya. Después tomaba un algodón y algo de desmaquillador, se arreglaba aquel estropicio y todo comenzaba de nuevo.

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